En el aniversario de Anton Bruckner
Fieles a la cofradía de las conmemoraciones de números rotundos, Europa, y en particular su Austria natal se han pertrechado de consignas y eventos para celebrar el doscientos aniversario del nacimiento de Anton Bruckner (1824-1896). En este breve texto, como un oxímoron de su obra, quiero bosquejar algunas líneas maestras de su personalidad y de su trabajo como acicate para aquellos que no se han atrevido a bucear en los océanos brucknerianos.
Anton Bruckner no buscó en su vida alguna otra cosa que servir a Dios, componer, formar una familia y ser reconocido por su trabajo.
Hijo de una modesta familia de Ansfeld (al norte de Austria) heredó de su padre la afición por el órgano y la enseñanza. El órgano va a ser su instrumento, con el que se ganaría la vida durante muchos años, así como como con la enseñanza, actividad que desarrollaría desde la secundaria hasta la Universidad de Viena.
Bruckner sufrió, creo que no me equivoco de verbo, de una personalidad muy compleja. Los análisis psicológicos a posteriori, en algunos casos basados en leyendas o anécdotas apócrifas, han hablado de un carácter obsesivo, maniático, misántropo e incluso se han atrevido a atribuirle alguna neurosis. Lo que parece claro es que fue altamente sensible e inseguro. En lo personal, se resignó durante toda su vida al rechazo de las numerosas mujeres a las que cortejó, lo que le impidió formar la familia que tanto anhelaba. En lo profesional, la inseguridad sobre su propia competencia y formación lo llevó a estudiar durante años de manera obsesiva, una y otra vez, los entresijos de la cocina compositiva con distintos maestros, entre los que destacan Simon Sechter y Otto Kitzler.
La primera etapa de su vida fue llevadera, en una ciudad de provincias como Linz con menos competencia profesional y presión de la crítica. Mientras que la segunda, en Viena, resultó exasperante para su endeble ánimo. La vida en una capital que se encontró anegada de dificultades, con la crítica del furibundo Hanslinck – quien le había halagado en su etapa provinciana- resultó una carga pesadísima para el simple discurrir de su existencia diaria. «Mitad genio mitad paleto» fue una definición que, si bien atribuida a un conocido director de orquesta, seguramente compartirían muchos vieneses de la época.
Sin duda, el conjunto de su obra sinfónica es uno de los monumentos musicales más importantes de todo su siglo y de la historia de la música occidental.
A doscientos años de su nacimiento, Bruckner se nos presenta como un recopilador, un compositor que cierra una etapa en la historia de música occidental detrás de cuya obra ya nada podría ser igual. El estudio obsesivo del pasado lo llevó a obtener un conocimiento exhaustivo de técnicas y recursos que decanta en su obra: desde la polifonía renacentista que conoció en San Florian, la impronta que le produjo la obra organística de Bach, los estudios de “composición libre” con Kitzler que le llevó a conocer en profundidad el sinfonismo Beethoveniano, la orquestación de Berlioz, el lirismo de Schubert…así hasta llegar a Wagner, último eslabón de esa cadena, a quien Bruckner tomó como modelo en una relación de pupilaje cercana a la idolatría.
En Wagner encontró un dechado de altisonancia que quiso traducir tanto a su obra religiosa como a la estrictamente sinfónica (las relaciones de Wagner con la religión darían para mucho.)
Wagner llegó a decir, no sabemos con qué cota de sinceridad, que Bruckner era el mejor sinfonista después de Beethoven. La cruzada de Hanslick en favor de Brahms y en contra del binomio Wagner-Liszt es un buen argumento para apoyar la teoría de la falta de avenencia entre el compositor de Parsifal y el genio de Hamburgo.
La indiferencia es el sentimiento que menos ha circundado a la vida y a la obra de Bruckner: sufrió airadas críticas pero también suscitó encendidas devociones. Una personalidad como Joaquín Turina hablaba así de Bruckner: «sus sinfonías, enormes, austeras, llena de digresiones y mezclando los períodos dramáticos con los desarrollos sinfónicos, dan como resultado un arte poco sugestivo, con una grandiosidad completamente falsa».
La falta de determinación y de convencimiento en su propio trabajo desencadenó multitud de correcciones cada vez que sufría una crítica por sus «disparatadas» orquestaciones o por la exagerada duración. Sus alumnos y editores se tomaron la licencia de modificar sus obras, un mal endémico de su herencia musical que ha llegado hasta nosotros; quienes aún sufrimos las interpretaciones de materiales espurios a la espera de que se normalicen las versiones originales.
A Bruckner siempre se le ha tildado de compositor difícil: quizás por la duración de sus obras, sinfonías cercanas a una hora de duración que siempre parecen estar en el mismo momento; quizás por la similitud de todas sus obras: obras eternas que siempre parecen la misma. También por la orquestación maciza de sus obras, en las que los tutti como un gigantesco órgano barroco aplastan el aire de la sala de conciertos y hacen de su orquesta un gran bloque sonoro, con pocas ocasiones para el lucimiento del solo instrumental. Bruckner demanda de la orquesta grandes grupos cohesionados que funcionen como registros de órgano: la colectividad por encima de la individualidad.
Después de Bruckner la sinfonía no podría volver a ser igual. La manida comparación de las sinfonías de Bruckner con las de Mahler ya parece ser una empresa del pasado que ha tenido como baza primordial el cronómetro. Grandes sinfonistas posteriores a Bruckner como Sibelius, Vaughan Williams, Shostakovich… tuvieron que dar un paso lateral y otros, un salto, en algunas ocasiones al vacío.
Lo mejor que se puede hacer en favor de la memoria de una artista, en este caso un compositor, es promover la interpretación de sus obras, ese debe ser el fin último de todos los esfuerzos cuando se organiza una efeméride.
De todas maneras si lo conocía o lo descubre ahora y lo disfruta, quedará dentro de la hermandad bruckneriana para siempre, por el contrario, si participa de la opinión de Turina, no se preocupe, sólo es un compositor y no un miembro del santoral, aunque a Bruckner le hubiera gustado.